Yolanda Ross: La soltera que muele su propio chocolate.

1. El tenis: Dialéctica del onanismo.

En la presentación del libro de autoría colectiva Más allá del posmoderno, Antonio Toca elaboraba una sofisticada comparación, no exenta de populismo, entre la producción cultural más reciente y el tenis, un deporte elitista en el que el público asiste atónito a una celebración de algo que le es ajeno.

Woody Allen por el contrario recurre al tenis como metáfora de la agonía universal, del duelo permanente en el que se baten sin tregua la fortuna, voluble y caprichosa por naturaleza, frente a la virtud constructiva. El partido lo libra el individuo consigo mismo, en sí mismo, y la perplejidad surge del espectáculo azaroso de la propia trayectoria vital. En definitiva el deporte le sirve como excusa y soporte para construir una visión renovada de la tragedia.

El propio Miguel Ángel Melgares en su breve obra de teatro previa adopta una posición intermedia alejada tanto de la pura exterioridad como de la interioridad sofocante. Su definición puede aclararnos algo más la cuestión:

1º “El tenis es un ejercicio de triangulación”.

2º  “El tenis es cosa de moñas”.

3º  “El tenis es un asunto de pelotas”.

4º  “El tenis es un ejercicio de dominación y sumisión”.

A Toca se le podría reprochar un cierto desconocimiento del juego estético más allá de la práctica arquitectónica. Frente al discurso cerrado de la modernidad, las propuestas artísticas actuales renuncian a la verdad en singular, a los valores eternos apriorísticos e idealistas heredados de la tradición germana que tanto fascinaban a la crítica formalista americana de posguerra. La obra se regocija en su propia apertura, en la disolución de la idea misma del límite. En ese sentido debe convocar de forma inexcusable al espectador, puesto que resulta imprescindible para la emergencia del significado, un significado abierto y polisémico, susceptible de ser ampliado más allá de la voluntad del artista.
 
El público deja de ser un convidado de piedra, un voyeur apasionado o frígido; pasa a convertirse en uno de los núcleos de catalización para la generación de esta significatividad polisémica por la obra.

Con el ardid del tenis el cineasta neoyorquino vuelve a Hamlet, e incluso a Sóflocles contra Sócrates y Cristo para hablar del precario equilibrio que separa el éxito del fracaso, de las embestidas del destino contra la constancia de la virtud. Una idea antigua aunque plena de vigencia. En cualquier caso no estaría de más advertir que pese a su hipervisivilidad, el juego de simulaciones de los jóvenes triunfadores neoconservadores no es el único posible, ni desde luego el más interesante.

Melgares da una definición del tenis con tintes autobiográficos: Macho, moña y apolíneo. Un juego de dominación y sumisión.

En el deporte elegante por excelencia se citan unas normas complejas, un ritual, un juego de seducción y engaño geométricamente calculado, una estrategia distante, cerebral y civilizada, a la vez que un impulso inmediato, una voluntad de dominio primitiva, visceral. Esta doble naturaleza le confiere el estatus de alegoría privilegiada del juego erótico, entendido en clave de lucha de poder, con un sofisticado ritual de cortejo y una consumación próxima al canibalismo, puesto que uno de los dos jugadores ha de quedar excluido forzosamente en la celebración de la victoria.

El artista, la tenista, se enfrenta solo/a a los fantasmas de una dialéctica terrible del poder y el deseo cuya membrana resulta muy difícil de rasgar. La ausencia de contrincante resume cruelmente el discurso y lo/a encara, nos encara, a la soledad sin eufemismos. Se origina así una catarsis destructora contra el otro que ni siquiera asiste. Un ritual contra la sombra del invitado ausente. Un demoledor saque contra lo bello y lo frágil paciente y virtuosamente construido a modo de nido del deseo condenado a ser deshabitado.


2. Le pese a quien le pese: Yolanda.

Hablar de un alter ego femenino supone invocar de inmediato la figura de Marcel Duchamp, por más que algunos estudiosos como Juan Vicente Aliaga consideren sobredimensionada su relevancia en este campo. Yolanda es una soltera que juega con la ayuda de una máquina lanzapelotas. La máquina erótica fue uno de los motivos de  fascinación de Picabia y un tema recurrente en la obra de Duchamp. El molinillo de chocolate reutilizado en El GranVidrio forma parte de una serie de máquinas onanistas en la que se incluyen los solteros vestidos con uniformes estereotipados de la virilidad prestos a desnudar a la novia. Yolanda sin embargo presenta grandes diferencias con respecto a este precedente:

1 La soltera no se muestra lánguida y expectante, sino activa y llena de rabia.

2 No espera ser desnudada por un soltero uniformado. Ella misma se disfraza y advierte que la suya es una puesta en escena protéica; dicho de otro modo, Yolanda va jugar con todas las máscaras, con todas las identidades en la medida que le resulten convenientes.

3 Frente a la soledad sexual y genital de los machos célibes, la suya es una soledad de índole metafísica. No desprecia el falo, pero es mucho más lo que ella espera. La máquina más que en un gadget onanista, se convierte en un artefacto bélico contra el aislamiento existencial provocado por un adversario que no ha aparecido a pesar de haber sido convocado desesperadamente.

Con su dosis nada desdeñable de frivolidad y su gusto más que dudoso, Yolanda encaja a la perfección en el perfil tópico de la heredera de un emporio tan prosaico como rentable.
 

El mecenazgo deportivo de Landy, como la llaman sus íntimos enemigos del club de tenis, cumple una triple función en la estructura del clan. Papá pensó que se trataba de una manera excelente de aliviar el peso de los impuestos. Para mamá ver asociado el apellido Ross a un evento de este tipo no deja de suponer una ocasión excepcional para arañar el prestigio social que la visa platino no puede pagar. La abuelita sueña con la ocasión de un nieto político a la altura de las circunstancias, un joven del gran mundo que bien pudiera prendarse de la belleza y la espontaneidad de la rica heredera sin sentido común.
     

La soledad de Yolanda, jugadora exclusiva y excluyente, frustra las aspiraciones de grandeza de la estirpe. El torneo propio es sin duda un gran asunto para esta familia de negocios a la que aún falta un par de generaciones para integrarse en el patriciado.
 

A pesar de su entorno plebeyo, Yolanda cuenta con ilustres antepasadas, con parientes mundanas más o menos próximas. Otras mujeres que como ella constituyen el alter ego de un artista varón. Por ejemplo Jessie, el personaje creado por Carles Congost, aunque, salvando las lógicas diferencias a ninguna está tan vinculada como a la tía abuela Rrose Sélavy, la criatura sofisticada y cosmopolita creada por Duchamp en los años veinte del pasado siglo. El nombre de ambas surge de un juego de palabras por aproximación fonética, ambas plantean una estrecha relación analítica con el erotismo; pero sobre todo comparten su naturaleza de identidad temporal y mutable. Son mucho más que un salvoconducto para el artista. Constituyen la posibilidad de plantarse en los zapatos del otro, de la otra para ser más exactos, y poder abordar de este modo todo lo que la identidad de género rígidamente bipolarizada deja al otro e inexpugnable lado de la luna.
 

Cuando Melgares se levanta la máscara, lo que descubre no es nada más y nada menos que otra máscara. No juega a ser Yolanda, es indiscutiblemente Yolanda en el centro de su microcosmos racional y pulsional. Yolanda y sus circunstancias que dirían los orteguianos, todas las yolandas para los posmodernos más recalcitrantes, Yolanda y sus complementos en palabras de la propia Yolanda.
 

Entre la esquizofrenia que atraviesa la contemporaneidad desde el mítico encierro hölderliniano y la polisemia que diluye los vínculos entre el significante y el significado como rasgo esencial de la condición posmoderna, Yolanda es ante todo un ejercicio de travestismo coherente con el signo de los tiempos. Una suerte de paseo funambulista sobre el abismo limitado por la superposición de influencias y referencias ocultadas, asumidas, inconscientes o impúdicamente exhibidas de un lado, y  por otro los hitos, los señuelos en la “cacería del zorro de los significados” por los que el artista nos permite orientarnos sin caer en la obscenidad de la explicación directa.


3.    El camaleón y la máscara.
 

Aletheia, la verdad que debe ser desvelada, un núcleo que late envuelto en costras hueras de trivialidad. Una divinidad cuyo desnudo esencial, portador de significado debiera ser vehementemente buscado con el ímpetu estuprador del amante en celo y la precisión del neurocirujano. Este es el concepto de verdad que  heredamos del mundo griego y en torno al cual gira buena parte del pensamiento heideggeriano. Constituye por extensión la base del arte moderno en la medida que asocia un significante con un significado unívoco y cerrado.
 

Pensemos en la posibilidad de considerar el embalaje como parte esencial del regalo, tal vez el juego no consista en buscar el secreto guardado en la última caja. De algún modo aceptar que la postrera muñeca rusa, la más pequeña, no contiene más que su propio vacío, y la certeza de que con ella el juego termina, obliga a replantearse el viaje a Itaca y aceptar la experiencia, el deleite y la sabiduría de cada uno de los puertos en los que recalamos, desviar la atención desde el punto de llegada hacia el trayecto en toda su extensión.
 

Miguel Ángel Melgares no desdeña la superficie, sabe que tal como mantiene J. Baudrillard “La superficie y la apariencia son el espacio de la seducción. Al poder como dominio del universo del sentido se opone la seducción como dominio el reino de las apariencias”. Lo que hay de enigmático en su obra viene planteado por una esfinge con cabeza de camaleón y que por tanto la validez de las respuestas está en función de un juego de seducción a varias bandas, con referencias mutables, proteicas e  inestables.
 

Frente al desprecio por el mundo de los accidentes visuales de origen, primero griego y luego cristiano a través del neoplatonismo, la reivindicación de la epidermis del mundo constituye una actitud netamente transgresora. En este sentido en El balcón de Jean Genet, se reduce la diversidad del universo a los escenarios de un burdel. Sus personajes deambulan como reflejos efímeros por el azogue de los espejos. Solo tres personajes tienen el privilegio de podar fijar una imagen, tomar una fotografía. Tres bellos muchachos malheridos provenientes del sueño: La sangre, Las Lágrimas y El Esperma, dispuestos a ser curados en un lupanar en el que solo encontramos “máscaras y disfraces”. El Esperma, lejos de considerar insuficiente la dotación del burdel, y por extensión del mundo, mantiene que cuanto hay de bello y noble sobre la tierra se lo debemos a las máscaras.

Resulta tan simple como la oposición del juego frente a la esencia. La identidad a través de la máscara constituye por sí misma no solo la estrategia básica de la seducción, es además y sobre todo una invitación directa a la libertad. Escoger la identidad de forma consciente, fluctuante y renovada, posibilita jugar al otro lado. Iniciarnos en la deliciosa estrategia del ladrón de guante blanco, traicionarnos a nosotros mismos y lejos de la culpa moderna, aquella cuya raíz intenta extraer el psicoanálisis, gozar de forma múltiple en el proceso.

José Antonio Romera Díaz.